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Los escritores, tarde o temprano, debemos rendir cuentas; dar la cara por personajes que posiblemente detestemos. Asesinos, estafadores, depravados, locos, pederastas, violadores y suicidas. Sobre todo suicidas. Suelo ser interpelado acerca de esa costumbre que tienen los protagonistas de quitarse la vida, si acaso no expiran trágicamente, casi sin excepción.
Lo que a priori podría sugerir ser una manía literaria psiquiátrica, para mí es apenas un reflejo fisiológico. De nada sirve intentar explicar racionalmente un impulso casi digestivo, esa necesidad urgente de vomitar palabras como paliativo a un proceso de fermentación visceral. La recurrencia en mi prosa quizás sea un mecanismo de defensa, mi modo orgánico de purgar las esporas tóxicas de la realidad, un desahogo existencial que perfectamente podría prescindir del psicoanálisis.
O tal vez no. Existe esa posibilidad de que efectivamente yo sea un energúmeno en potencia, una sintomática amenaza social que presagia un destino fatídico a través de su lóbrega narrativa. En el mejor de los casos, un suicida, pero no podemos descartar, bajo ningún punto de vista, que sea un homicida literario y usted se convierta en mi próxima víctima.
El autor
Nueve cuentos de terror en los que, con gran soltura de lenguaje, momentos de suspenso, humor y finales inesperados, el autor nos hace conocer las diferentes formas de la muerte.